100 años de «El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo»
Lenin
Un manual de estrategia y táctica.
Francoise Sabado, Paris Francia
La crisis del capitalismo, consecuencia desastrosa de las políticas aplicadas tanto por la derecha como por la izquierda desde los años ochenta, conduce a un número creciente de gentes a interesarse de nuevo por las ideas de Karl Marx y, en particular, por su crítica de la economía política.
Desde las dudas sobre los fundamentos del capitalismo hasta la crítica del neoliberalismo, pasando por la voluntad de romper con el capitalismo, se plantea una gran batería de interrogantes. ¿Qué hacer? ¿Cómo hacerlo? ¿Por dónde empezar y con quién? ¿Cómo pasar de la denuncia y el rechazo a la ruptura con el capitalismo? ¿Qué papeles pueden y deben jugar en las asociaciones, los sindicatos, los partidos políticos, los militantes, las mujeres y los hombres de izquierdas que desean romper con el capitalismo?
Es a ellas y a ellos a quienes se dirige Lenin. Popular en el mejor sentido del término, pretendía ser leído por el mayor número posible de gentes. Escrito con un lenguaje simple y claro, cada idea es ilustrada con ejemplos. Simple pero no simplista, Lenin cumple aquí una verdadera proeza. El subtítulo de la obra, «Ensayo de discusión popular sobre la estrategia y la táctica marxista», indica claramente la herencia asumida y reivindicada.
Hoy en día sigue estando de moda rechazar a Lenin en el fárrago de lo que bien podríamos denominar «la contrarrevolución estaliniana». Así pues, la ecuación Lenin=Stalin=Gulag sirve a menudo a mucha gente para desacreditar definitivamente a Lenin. Nosotros no somos de estos. Al contrario, hoy es urgente revisitar críticamente la obra y la acción de Lenin (1870-1924) antes, durante y después de la Revolución rusa. En ningún caso debemos poner al mismo nivel a Lenin, aún con sus debilidades, sus errores y sus culpas, y a Stalin (1879-1953), quien liquidó la Revolución rusa, eliminó a sus principales dirigentes a partir de 1927 y posteriormente instauró una dictadura personal fundada en el terror de masas.
Lenin, la Revolución de Octubre y los países europeos
Lenin era, ante todo, un hombre que desde su juventud estaba obsesionado por la idea de derrocar el orden establecido. Consciente de la necesidad de combinar tácticas y estrategia para derrocar el orden capitalista, fue el primero en poner en marcha tácticas audaces y variadas.
Para Lenin, a partir de octubre de 1917, la divisoria de aguas en el movimiento obrero mundial es la solidaridad, el apoyo, la identificación con la Revolución rusa. Los campos se delimitan: a favor o en contra de la Revolución rusa, hay que elegir. Por un lado, la socialdemocracia que se opone a la Revolución Bolchevique y traiciona la Revolución alemana de 1918; por otro, el agrupamiento de los revolucionarios de todas las tendencias: comunistas, consejistas, sindicalistas revolucionarios, socialistas de izquierdas, sin partido.
El movimiento obrero, sometido desde entonces al doble efecto de la guerra y la Revolución rusa, conoce procesos de reorganización gigantescos: rupturas, fracturas, diferenciaciones, aproximaciones, fusiones marcan la vida cotidiana de millones de hombres y mujeres. Las vidas, las conciencias, los compromisos conocen profundas alteraciones. El entusiasmo revolucionario empuja a centenares de miles de militantes a abandonar las viejas casas reformistas para adherirse a los nuevos partidos comunistas. Esos procesos de recomposición no tienen precedentes. Guardan una proporción con la onda de choque de la Revolución rusa. La delimitación con la socialdemocracia es capital. Es el acto fundador de un nuevo movimiento obrero con la fundación de la III Internacional.
Pero, muy pronto, los avatares políticos en cada país exigen respuestas más complejas. El apoyo a la Revolución rusa debe ir acompañado de tácticas polí- ticas nuevas, de acontecimientos y de tareas, de contenidos que dan cuerpo aquí y ahora a una estrategia de conquista del poder. Redactadas al calor del ascenso revolucionario de los años 1920, Lenin nos libra las lecciones extraídas de su experiencia personal y de la principal corriente marxista de la socialdemocracia rusa: los bolcheviques antes, durante y después de la Revolución rusa de 1917.
Lenin ayer y hoy
Lenin y los revolucionarios rusos están confrontados al desarrollo de izquierdas comunistas o de «ultraizquierdas» en los grandes centros del movimiento obrero europeo, en Alemania, en Inglaterra y en Italia. Lleva- dos por su entusiasmo, estos comunistas de izquierda o «consejistas» quieren quemar etapas. Rechazan la participación en las elecciones burguesas y decretan que las viejas formas políticas de los partidos y los sindicatos están superadas por nuevas uniones obreras.
Para Lenin, son izquierdistas. Simpatiza con ellos porque apoyan la Revolución rusa, pero sus posiciones políticas conducen directamente a un callejón sin salida, cuando no a una catástrofe política, al aislar a los revolucionarios de la masa de los trabajadores y las clases populares. Este combate contra el izquierdismo cobrará todavía más fuerza en 1921, durante el Tercer Congreso de la Internacional Comunista, contra el aventurerismo de ciertos sectores del Partido Comunista Alemán y el sectarismo de los comunistas italianos, dirigidos por Bordiga.
Esta dimensión coyuntural y polémica va a aportar el título coyuntural del libro: La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo; pero, en realidad, el texto va mucho más allá. Es también, y sobre todo, una formidable lección sobre la necesidad de una reflexión original y no dogmática sobre las cuestiones tácticas y estratégicas de las y los que quieren romper con el capitalismo. Buen número de cuestiones son abordadas en él: los problemas del reformismo, las relaciones entre el parlamentarismo y la política, el papel de los sindica- tos, la necesidad de alcanzar compromisos, el papel del partido y de su dirección, el carácter de la revolución. Otros están ausentes, como la de las relaciones entre la democracia y el socialismo.
¿Por qué leer, releer y discutir este texto de Lenin? ¿No está ya obsoleto un centenar de años más tarde? ¿Las cuestiones planteadas no son acaso más bien las del siglo pasado (el corto siglo XX de 1914 a 1991)? ¿No está marcado por la fuerza propulsiva de la Revolución rusa de octubre de 1917? Ciertas palabras y ciertas fórmulas están históricamente connotadas, superadas, léase que son a veces erróneas –vistas con perspectiva histórica–. Pero las cuestiones planteadas por Lenin han ocupado y siguen ocupando un lugar central de las tácticas y de la estrategia que hay que actualizar y redefinir hoy para romper con el capitalismo.
¿Qué es una revolución?
La Revolución rusa sigue siendo un referente político. Encarna la primera revolución socialista a escala mundial, en el sentido en que los bolcheviques son, según Rosa Luxemburg, los que «se han atrevido», los que han osado derrocar el zarismo, osado derribar el poder de las clases dominantes, romper con el capitalismo y conquistar el poder. Y todavía guarda esta significación.
Pero no se limitó a ser un gran día, y menos aún un golpe de Estado. La Revolución rusa, como toda revo- lución, es la irrupción de las masas en la escena política y social, y también el resultado de todo un proceso desarrollado a lo largo de los años de preparación de la Revolución. Lenin lo evoca en estos términos:
Ningún país en estos quince años (1902-1917) —y subrayo quince años— ha conocido, ni siquiera remotamente, una vida tan intensa en relación con la experiencia revolucionaria, la velocidad a la que se sucedieron las diversas formas del movimiento, legal o ilegal, pacífico o tempestuoso, clandestino u oficial, círculos o movimiento de masas, parlamentario o terrorista. Nunca ha habido una concentración tan rica de formas, de matices, de métodos en la lucha entre todas las clases de la sociedad contemporánea.
Subraya que las crisis revolucionarias son «crisis nacionales» que no son exclusivamente el resultado de la actividad de la clase obrera sino también de «una crisis de conjunto de la sociedad y de las clases». Incluso lo precisa explicando que una situación revolucionaria estalla cuando «los de abajo ya no quieren», «los de arriba ya no pueden» y «los de en medio basculan con los de abajo» sin negar la importancia de la conciencia y de los partidos revolucionarios.
Alejado de todo dogmatismo, dijo que la chispa podía brotar del haz de chispas que el capitalismo genera con los trastornos incesantes que lo acompañan. Lejos de toda visión puramente económica, cita el affaire Dreyfus que en Francia condujo al país al borde de la guerra civil. El acontecimiento revolucionario debe ser preparado, no porque se oponga a la reforma, sino porque la Historia lo ha demostrado. Cuando las reformas consecuentes defienden un reparto igualitario de la riqueza y ponen en cuestión la propiedad del capital, las clases dominantes no aceptan la voluntad de la mayoría. Desencadenan su violencia contra los oprimidos, hasta el punto de violar su propia legalidad, como por ejemplo en Chile en 1973; hay que preparar, y prepararnos, para la confrontación, para el enfrentamiento.
Más allá de las características generales de la Revolución rusa, insiste en las especificidades de cada situación política particular en cada revolución. Vuelve en varias ocasiones sobre el hecho de que «fue fácil en Rusia empezar la revolución socialista, mientras que será más difícil que en los países de Europa continuarla y llevarla a buen puerto». Subraya entre líneas la mayor dificultad de conquistar el poder en Occidente: «Crear en los parlamentos de Europa una fracción parlamentaria auténticamente revolucionaria es infinitamente más difícil que en Rusia». A su manera, Lenin captaba las diferencias entre Oriente y Occidente, si bien este debate no asume todavía todas las dimensiones que tendrá en el futuro, en particular con Gramsci.
Esto último pone el acento en las «fases preparatorias de la revolución», sobre la necesidad de una «conquista de la hegemonía» —social, política y cultural— por las clases dominadas en las que estas muestren la superioridad de la «gestión obrera o social» y de su «democracia y autogestión socialista» sobre la dominación de la economía capitalista y del Estado burgués. Este proceso culmina durante las crisis revolucionarias o en las fases de doble poder que se desatan mediante una confrontación en la que, frente a la violencia de los de arriba, los de abajo deben destruir la vieja maquinaria del Estado. Trotsky retoma esta reflexión en el Programa de transición en 1938:
Hay que ayudar a las masas en los procesos de su lucha cotidiana a encontrar el puente entre sus reivindicaciones actuales y el programa de la revolución social. Este puente debe consistir en un sistema de reivindicaciones transitorias, que partan de las condiciones actuales y de la conciencia actual de amplias capas de la clase obrera y que conduzcan invariablemente a un única conclusión: la conquista del poder por el proletariado.
Los interrogantes de Lenin reverberan a lo largo del siglo a través de las experiencias revolucionarias europeas, como las de los países llamados del «tercer mundo», en las revoluciones alemana e italiana de los años 1920, con la huelga general de junio de 1936 en Francia, la Revolución española de julio de 1936, durante los ascensos revolucionarios tras la Segunda Guerra Mundial y las revoluciones en los países coloniales o semicoloniales, en las experiencias revolucionarias de finales de los años 1960 en Francia y el sur de Europa. Algunas de estas revoluciones fueron implacablemente reprimidas por la policía y el ejército al servicio de la burguesía. Otras fueron devoradas por el cáncer burocrático o nacionalista. La contrarrevolución estalinista hasta masacró la bella idea del comunismo.
En esta confrontación histórica, el capitalismo ha demostrado hasta el momento que sigue siendo más fuerte. Incluso durante sus crisis históricas ha conseguido reponerse, encontrar una salida a la crisis y ponerse de nuevo en marcha, a menudo ayudado por las burocracias reformistas que optan por la defensa de sus propios intereses y de los de los capitalistas más que los de las clases populares. ¿Por qué, pues, retomar estos debates un siglo después de la Revolución rusa?
Estamos en una nuevo periodo histórico. Cierto, hoy no se da una «actualidad de la revolución» como durante los años veinte o una situación como la de 1968 en el sur de Europa. Incluso se da un enorme desfase entre la profundidad de la crisis del sistema capitalista mundial y la debilidad del movimiento anticapitalista internacional, si bien el sistema se está viendo sacudido por el desarrollo de luchas o por movimientos sociales como el movimiento altermundialista.
¡En China, en Estados Unidos y en Rusia, por razones diversas, no podemos más que constatar la debilidad de los movimientos revolucionarios! Resumiendo, los contestatarios, los revolucionarios de hoy, dadas unas correlaciones de fuerzas desfavorables, son revolucionarios sin revolución. Pero, si bien no vivimos una coyuntura revolucionaria, la crisis de civilización que conoce el mundo capitalista en todas sus dimensiones —económica, social, ecológica y política— muestra que la época ciertamente podría ser de ruptura con el capitalismo. Si la gravedad de la crisis actual del sistema capitalista plantea de nuevo la cuestión de romper con el capitalismo, es explícitamente el modo en que Marx planteaba el problema en los Grundisse:
En un determinado estadio de su desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, por usar la equivalente expresión jurídica, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se habían movido hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas que eran, estas relaciones se convierten en trabas de dichas fuerzas. Entonces se abre una época de revolución social.